miércoles, enero 18, 2006


“Salsa”: Industria cultural de la globalización.

Por:
Jorge Negretti Depablos
Doctorando en etnología Universidad de París V - Sorbona
negretti_76@hotmail.com


Las líneas a continuación pretenden argumentar una serie de observaciones y comentarios dirigida al artículo titulado Música Latina y Mundialización, publicado en esta misma edición de LÉXICOS, bajo la impecable pluma del colega y amigo Vicente Ulive Schnell. Dado que lo esencial de su razonamiento se apoya en las conclusiones de la profesora y radiolocutora venezolana Lil Rodríguez (trazadas en su libro “Bailando en la casa del trompo”), mis comentarios valdrían también para ella, aunque de manera indirecta.

Antes de cualquier ejercicio crítico, me permito introducir un par de preámbulos que, creo, pueden estimular y enriquecer el esfuerzo por reflexionar sobre una de las manifestaciones musicales más contundentes del Caribe y de Latinoamérica: La salsa. Siento, además, que las críticas deben mostrar también sus aristas positivas y no concentrarse exclusivamente en la negación y/o negatividad, so pena de sucumbir más temprano que tarde.

El primer preámbulo es de carácter más bien solidario, aún cuando fundamentado en el acuerdo y la necesidad de una perspectiva comprensiva de lo aquí analizado. Aplaudo toda tentativa de reunir ideas en torno al estudio de la salsa como fenómeno social y cultural de la contemporaneidad. La música, sea catalogada como culta o popular, antigua o moderna, es de hecho un elemento innegable e indisociable de la vida del ser humano. Es una forma específica de lenguaje y como tal constituye un vector de simbolismo antropológico. Como producto y a la vez como productora de sentido, la música ostenta entonces una plaza central en el análisis de lo social y/o cultural.

Luego, a un nivel si se quiere más socio-etnológico, iniciativas como este artículo no sólo quedan plenamente justificadas sino que se muestran como necesarias puesto que forman parte de la auto-compresión o reflexividad crítica de las comunidades. Quiero decir: De nuestras comunidades de lenguaje, al menos de aquellas que me pertenecen. Puesto de otro modo: No es sino construyendo lenguaje que podremos comprender y operar sobre los lenguajes de nuestra cotidianidad. Desde los aportes del Interaccionismo Simbólico y la Escuela de Chicago, transitando por la Etnometodología hasta llegar al Socioconstruccionismo, los Cultural Studies y el pensamiento posmoderno, la doble necesidad (política y epistemológica) de privilegiar los dominios de la doxa como fuente de análisis y como motor de desmontaje crítico no ha hecho sino reclamar una conciencia reflexiva que, hasta casi mediados de siglo XX, estaba reservada al ámbito filosófico.



La paradoja de la globalización

Con nuestro segundo preámbulo entramos de lleno al terreno propiamente dicho. Los cinco elementos constitutivos de la globalización expuestos por Ulive Schnell pueden sintetizarse bajo una dinámica simple. La misma consiste en una paradoja, la cual resume lo siguiente: La globalización implica, a la vez, un movimiento de implosión y explosión. Previendo cualquier gesto de sorpresa por parte del lector, me explicaré de inmediato. De ahora en adelante, el uso de las comillas, fuera de las referencias debidamente indicadas, estará destinado a las citas de Ulive Schnell (U.S).

La implosión económica, marcada por la concentración (que no “centralización”) de los grandes capitales transnacionales marcha a la par de una implosión comunicativa producto de la fusión entre lo local y lo global: Las vastas dimensiones del mundo se contraen en la ‘aldea’ global. Un tercer comportamiento completa el movimiento implosivo y es de orden simbólico: La esfera del sentido se hace terreno fértil para la globalización en la medida en que los contenidos de alto valor simbólico son privatizados y conjugados a una lógica ultraliberal de mercado. La aldea deviene supermercado global.

La quintaesencia de esta triple implosión se halla en las llamadas industrias culturales: Musicales, cinematográficas, televisuales, etc., sector clave de la poderosísima economía de servicios o economía terciaria. Según cifras de la UNESCO[1], el volumen de negocios que correspondía a los cincuenta primeros capitales mediáticos en 1997 será concentrado, apenas cuatro años más tarde, por los primeros siete, de los cuales el 50% proviene en su totalidad de los Estados Unidos. Grandes inversiones significan grandes innovaciones, la desmaterialización de los bienes da paso a los servicios de alta tecnología telecomunicativa lo que, consecuencia natural, deslocaliza el consumo: Disfrutar de los viejos éxitos de la ‘salsa brava’, comprimidos en formato MP3 de mi computadora portátil, una noche de invierno parisino, no puede sino consumarse y consumirse on line.

Pasemos a la segunda mitad de la paradoja: La explosión que implica la globalización. ¿Explosión de qué? Explosión de tendencias, de estilos, de géneros, de criterios, de creencias, de tradiciones, de manifestaciones micro-comunitarias, de visiones de mundo. En una frase: Explosión de la cultura como matriz incontrolable de lenguajes. La metáfora no sólo debe comprenderse como concepto cuantitativo, connotando la multiplicación y diversidad inéditas de los contenidos culturales. Mucho más que el crecimiento desproporcionado de la oferta, lo realmente genuino de la globalización es su consecuencia cualitativa: La desintegración de una visión unitaria del mundo, de la historia, de la sociedad, pero fundamentalmente desintegración de una visión unitaria de la cultura.[2] La transparencia de la identidad, su inocencia (o malicia) etnocéntrica, entra en crisis por vía de su exposición a escala planetaria: ¿Somos idénticos a quién?

El mundo, al hacerse objeto sensible, casi palpable, por cuenta de la implosión, o si preferimos, integración virtual, no hace sino mostrar cuan culturalmente atomizados y exóticos nos resultan todos esos otros co-habitantes de la aldea. Es justo decir que dicha alteridad, irreductible, nos es cada día más explícita y accesible. ¿Por qué? Porque ella representa el capital simbólico de las industrias culturales: El respeto a la llamada diversidad cultural no es sino la coartada operativa del liberalismo de mercado, que haya en aquella su materia prima, aunque a costa de una pérdida simbólica sensible y con ella un aplanamiento de la alteridad implicada. Es precisamente allí donde la salsa, como género de la industria musical, le repica los cueros a la globalización. Y viceversa. Encuentro entonces necesario debatir sobre ciertas ideas en torno a ellas, la salsa y la globalización, que desde mi punto de vista se entienden de lo mejor. O sea, bailan pega’o...


¿Qué tiene que ver la salsa con la globalización?

A mi modo de ver, el fenómeno salsa no sólo tiene que ver sino que encarna, desde su nacimiento, la paradoja implosiva-explosiva de la globalización. Veamos: Se trata de un lenguaje, en principio, micro-local; con sus particularismos, sus referentes y sus personajes; con su exotismo de barrio, posteriormente reproducido como canon estilístico, a medio camino entre el kitsch y el folklore. Precisemos también que la coyuntura de este fenómeno viene ligada fundamentalmente a dos grandes campos psicosociológicos: Lo urbano y la inmigración. La ruda desigualdad de las grandes ciudades sumada a la gestación de una comunidad de extranjeros en Nueva York, en su mayoría antillanos, gesta un caldo (¡o salsa!) de cultivo que vendrá a amalgamar las más diversas vertientes musicales: Del son a la bomba, del danzón al jazz de dance-halls. Ya de entrada, resulta lógico reparar el ‘spanglish’ como lengua de expresión de estos primeros balbuceos que luego reclamaron voz propia.

En su devenir y evolución, esta voz adopta un nombre para hacerse capital simbólico de la industria musical norteamericana, sector clave junto a Hollywood de la economía noratlántica de posguerra y objeto esencial de los acuerdos de libre cambio: G.A.T.T y G.A.T.S, embriones de la posterior O.M.C.[3] El nacimiento de Fania y de Tico Records, igualmente de capital norteamericano, no ocurre sino luego de la ya larga trayectoria que llevaban majors como United Artists y Atlantic Records. Estos sellos discográficos, si bien no manejaban el concepto ‘salsa’, marcaron muchas de sus influencias con el boogaloo, el bolero, el mambo y el jazz afrolatino, de la mano de Ray Barretto, Mongo Santamaría, Joe Cuba, los dos Titos (Puente y Rodríguez), así como el propio Dizzy Gillespie. Cuando ‘manos duras’ Barretto firma con Fania, este contaría ya con seis trabajos discográficos bajo la producción ejecutiva de una de las dos grandes compañías antes mencionadas.[4] Es también importante señalar que dichas compañías, junto a otras cinco más, todas norteamericanas, fueron pioneras de la entonces insipiente economía multinacional de convergencia, característica de la globalización: Cine, música y televisión en manos de una misma casa matriz o major, que no sólo maneja el contenido difundido sino que también monopoliza la producción de las tecnologías para su difusión.


Ese capital simbólico de sangre mestiza se hace entonces género y se le bautiza como salsa. He allí la operación que transforma toda la riqueza social y cultural de una expresión musical en movimiento o mejor, de un lenguaje en evolución, con el fin de fijar una etiqueta comercial. Digamos pues, para ser justos, que la relación fue simbiótica: No pudo haber ‘salsa’ sin la tutela de una industria que la estandarizara, pero a la vez luce más que disparatado afirmar que la salsa fue un ‘invento’ de la industria cultural norteamericana.

Como todo servicio, más no invento, de una industria cultural, la salsa es presa de su propia ambivalencia: Por un lado reclama su carácter único de manifestación local, por otro, es también un objeto/producto de soportes industrializados. Eterno doble compromiso entre la originalidad de la creación, su “poder de testimonio histórico”, y la reproducción técnica que aleja a aquella de su contexto genuino, como bien lo expusiera Walter Benjamín[5], filósofo alemán que nunca cayó en la gracia divina de escuchar a Celia Cruz.


La reproducción técnica de la música divorcia la creación (estandarizada en discos, cassettes, compactos, MP3, etc.) de todo origen singular y tradicional, exportándolo a prácticamente todos los rincones del planeta. Ahora bien, nuestra hipótesis sobre la salsa invierte esta lógica: No es sino a partir de la producción industrial, dentro de un contexto urbano, que la tradición y el folklore se recrean, recuperando así el concepto ‘salsa’ como género legendario y, más aún, originario del Caribe y la América Latina.

Esta hipótesis no se asimila completamente a la noción, un tanto apocalíptica, de ‘simulación’ propuesta por Jean Baudrillard[6]. Según el polémico sociólogo, la producción industrial aniquila la dinámica creadora en la medida en que el valor simbólico del producto (en este caso de la música) se desvanece en un juego de referencias, o “simulacros”, que no obedecen a un referente real (cultura específica, ideología, tradición) sino a la indiferencia operativa de una cadena de montaje. Nuestras discrepancias con este diagnóstico se sostienen de lo dicho anteriormente: La salsa es el resultado de una simbiosis y como tal, acercándonos mucho más al análisis propuesto por Edgar Morin[7], resume una dialéctica entre creación y producción. Más que simulación, la especificidad de la salsa es cuestión de hibridación.



La globalización no tiene la culpa...

Pasemos ahora a las críticas puntuales de algunas líneas en el artículo de U.S. Para ellos citaremos cada punto y haremos el comentario correspondiente.


1) “(la salsa de los años noventa se caracterizará por una) ...economía en la contratación de músicos y compositores, con una preferencia por los menos ‘conflictivos’. Esto decreta una uniformización de sonido, con poca inclinación hacia la exploración y la innovación.”


Esto es relativamente cierto. Lo que no dice U.S es que, justamente, la salsa tout court no es sino una operación de economía de músicos y compositores. No todo vale en los géneros musicales y Fania Records (negocio al fin) siempre fue en busca de los hits, de los tubazos seguros. Similar a los inicios del Rock n’Roll y del Jazz, la economía de compositores de la salsa se erigió en una verdadera mafia que agrupó a los más ‘infalibles’, reservando en muchas ocasiones el conocimiento público de sus nombres, por ser considerado de valor estratégico. De ahí el sinnúmero de piezas que ostentan el famoso ‘D en D’, acrónimo de ‘Derechos en Depósito’, o el igualmente especulador ‘D.R’: ‘Derechos reservados’.

La coyuntura de aquel momento (años sesenta) dio a la crudeza del barrio una plaza central y es ahí donde el tono desfachatado e insolente de un Héctor Lavoe seduce masas. Pero si hubo alguna vez conflicto nunca fue, en general, en contra de la estandarización sonora de la salsa. Además, la exploración e innovación en aquellos días siempre estuvo a cargo de una vanguardia, quien se vio, dicho sea de paso, duramente criticada: El atrevimiento de un Larry Harlow, de un Eddie Palmieri o de un Willie Colón no abundaba en el mundo de la salsa.


Ahora bien, hay que preguntarse hasta qué punto la salsa es susceptible de experimentación porque, si de salsa hablamos, al césar lo que es del césar. No se puede invocar un género como se invoca a un autor: El género tiene límites, el autor no. Palmieri puede meter lo que le venga en gana a una pieza, la salsa en cambio no aguanta todo, como quedó demostrado en los intentos fallidos de americanización de la Fania All Stars a finales de los ‘70, ridículos y perniciosos por demás. ¿Es exclusivo de los años ‘90 una relativa uniformización sonora del género? No. ¿Es menos conflictiva la salsa hoy en día? Conflictiva contra qué, es mi pregunta...


2) “(la salsa de los años noventa se caracterizará por una) ...importancia central dada a la imagen de los cantantes, y una publicidad que gira alrededor de lo estético. El gusto se desplaza desde la calidad musical hacia el potencial de marketing de los cantantes.”

Desde su nacimiento, la salsa ha sido cuestión de imagen, es un hecho innegable. Como todo género de la industria musical, la salsa cuenta con su panteón de héroes, todos ellos legendarios. Esto no quita que parte importante de sus leyendas se haya construido en torno a la teatralidad, a la imagen y a la espectacularidad de estos personajes. No en vano al cantante se le dio en la salsa, desde el principio, un rol principal. A diferencia del latin Jazz, del mambo o del boogaloo, la salsa es una música que le da importancia central a una letra y en ese sentido siempre desarrolla una temática. Cosa genial puesto que no sólo el contenido del mensaje importa sino la forma en que se expresa: Improvisación, ‘montuneo’, timbre de voz, jerga, mañas, ocurrencias, etc. La figura del cantante es entonces central en la salsa, elemento difícilmente no explotable para los fines de la imagen y para toda la parafernalia del espectáculo.

Recordemos que esos famosos circuitos en Nueva York de los años ‘50 y ‘60 (pre-historia inmediata de la salsa) eran primordialmente circuitos de baile y espectáculo, siguiendo la línea de los Dance-Halls. Las llamadas ‘descargas’ en donde afloraba la improvisación frenética y la innovación era, para la época, un asunto entre músicos. En cambio, en primer plano, los grandes maestros siempre ostentaban los mejores cantantes, los más idóneos para dar espectáculo. Es el caso de Héctor Lavoe (con su look salido de un bar de ficheras), de Ismael Miranda (el niño bonito, malandro, pero bonito), de Cheo Feliciano (el del feeling y la inspiración), de Pete Rodríguez (el conde de la salsa), etc. Ni hablar de verdaderos show-men como Roberto Roena (con sus coreografías casi-acrobáticas), Oscar D’ León (haciendo de su contrabajo una pareja de baile) o la antes mencionada reina de la salsa, Celia Cruz (con sus vestuarios y peinados multifacéticos, alternados casi a diario).

Pero volviendo a nuestra hipótesis, la salsa de los años ‘60 y ‘70 explotó en sus contenidos una imagen nostálgica del Caribe, sobre todo de las antiguas sociedades tradicionales, esencialmente rurales. Este imaginario del inmigrante exportó a Nueva York todo un patrimonio simbólico para fusionarlo a través de realidades urbanas muy distintas a aquellas legendarias apologías afrocaribeñas del ‘monte’, de Borinquen y su raza Jíbara, del lamento en tiempos de la colonia, del caudillo latinoamericano, del conuco y del ‘cucurucho de maní’. Esta invención de la tradición no luce ni más ni menos iconológica que la erotización de la salsa en los ‘80 o que su juvenilización en los ‘90. Oído: La estética de estas tres décadas difiere brutalmente pero siempre, siempre, en la salsa hubo un gancho seductor. Ahora bien, quién decide qué es más legítimo entre decir ‘vámonos pa’l monte’, ‘devórame otra vez’ o ‘una fan enamorada’, es un pseudo-problema que U.S parece querer defender y resolver. Lo que resulta, a nuestros ojos, una trampa sin salida.



3) “ (la salsa de los años noventa se caracterizará por una) utilización muy reducida del derecho de autor. Explotación del repertorio existente o compuesto por un músico en particular, en lugar del respeto a las ideas del artista. La música pertenece cada vez menos a los artistas.”


No todo el género contará con intérpretes y compositores de pacotilla en los ‘90. Más allá de esta simple evidencia, la mayoría de las estrellas de Fania nunca estuvo compuesta por autores: Ni Lavoe, ni Quintana, ni Maelo, ni Conde Rodríguez, ni (Adalberto) Santiago, ni (Celia) Cruz, ni Feliciano, etc., eran compositores. Detrás de ellos, cierto, estaban sus maestros de orquesta. Sin embargo, son conocidísimas las quejas de estos últimos frente a las presiones ejecutivas de Fania, lo que me lleva a pensar que este sello disquero tuvo en aquellos tiempos una política comercial mucho más brutal que la que hoy en día manejan las grandes majors. ¿Por qué? Consecuencia directa de la globalización: Las industrias culturales piensan hoy en día mucho menos en el concepto ‘masa’ que en la hiper-diversificación de consumidores. Las majors de hoy en día se ramifican, adoptando una progresiva (anti)filosofía de individualismo y de sincretismo. Esto permite a su vez una mayor flexibilidad puesto que el consumo a la medida predomina y hay cancha para todos los estilos, hasta para los proyectos musicales más innovadores (de los nuevos el que más me gusta es el rap afrocubano de los Orishas, por ejemplo, aunque periférico de la salsa).

Creo por ello que, en los días del Boom de la salsa, echarle mano al viejo pero rentable repertorio cubano (bajo una estética ‘añeja’) era una práctica mucho más habitual de lo que es hoy en día. Oscar D’ León cantaba en los ‘70 la vieja ‘Mata Siguaraya’, casi en lengua Yoruba, mientras que en los ‘90 se paseaba por temas mucho más coherentes con su día a día. Rubén Blades abriría las puertas de su carrera obedeciendo la vieja fórmula del ‘Canto Abacuá’ y ‘Ban Ban Quere’, separándose a la vuelta de la esquina y reclamando espacio para su genialidad de compositor. No son entonces tan exageradas las críticas de músicos cubanos como Arturo Sandoval y Juan Formell en torno a la mediocridad que experimentó la salsa en sus días de auge.[8] La mal disimulada impronta (o fotocopia ‘D.R’) afro-cubana en los días de la ‘salsa brava’ es de un populismo y un mercantilismo evidentes. No es nuevo, ni tampoco atribuible a la globalización, el hecho de que la “salsa” le haya dejado de pertenecer a sus autores.




4) “ (la salsa de los años noventa se caracterizará por una) esterilización de las letras, de las composiciones y de los colores musicales, es decir, convergencia cada vez más acentuada sobre una música aséptica que no refleja ningún conflicto social o político.”


¿Qué letra puede ser estéril? ¿Estéril en términos de cuáles criterios? Ninguna expresión musical, entiéndase bien, ninguna, puede ser estéril. No existe lenguaje aséptico, ni esterilidad musical, ni socio-semiótica nula, ni mucho menos estética vacía. Ni nada de esto es tampoco producto de la globalización, ¡todo lo contrario! La globalización representaría en todo caso un relativo descontrol de flujos de información de todo tipo: Científica, social, política, comercial y, hacemos énfasis, cultural.

El error de la acusación, creemos, consiste en reproducir, cual fotocopia, el mismo elitismo denunciado por U.S al respecto de la mentalidad pequeño-burguesa latinoamericana, quien juzgó siempre a la salsa, bajo los imperativos de una estética idealista, como expresión ‘bárbara’ y de mal gusto. Y es que U.S es aún más radical por cuanto utiliza nada menos que el calificativo “aséptico”, o sea neutro, nulo, vacío. Al menos decir ‘niche’ significaba algo para los detractores aburguesados de la salsa, ¡“asepsia” es no significar nada!

No puede juzgarse in vitro a ningún género musical, independientemente de sus protagonistas, quienes al fin y al cabo son los que le dan un sentido cultural propiamente dicho. De lo contrario, el analista se convierte en ‘salsólogo’ de biblioteca. La salsa, como toda expresión cultural, constituye un fenómeno, quiere decir que acontece y se reproduce dentro de una comunidad de músicos, de autores, de melómanos, de bailadores, de críticos, de entusiastas, de estudiosos y, quiéralo U.S o no, de sus empresarios. No es sino a partir de la dimensión valorativa inherente a este contexto social que puede esbozarse el análisis de la salsa como texto estético-cultural.

A modo de paréntesis: Creo necesario insistir en que la salsa es y nació como un producto de la industria cultural, cosa que no la doblega necesariamente a su mercenariato. Su naturaleza híbrida luce mucho más sutil y ambigua que el maniqueísmo que opone o asimila el autor al empresariado o viceversa.

Luego, la globalización nunca ha “desubstancializado” la salsa, por la sencilla razón de que esta nunca constituyó una realidad trascendental. Hablar de sustancia es remitirse a un origen mítico, a un grado cero socio-histórico y musical que no existe. Al insistir en lo contrario caemos en la misma falacia de decir que la Salsa nació en África y creció en Nueva York, tal y como lo asevera el documental de la Fania llamado ‘Salsa’, dirigido por Leon Gast y narrado por Gerardo Rivera, mejor conocido en el mundo de los talk-shows como ‘Geraldo’.[9] La tendencia en este tipo de análisis es reificar el género musical y convertirlo en una entidad abstracta, alejada de sus procesos de intercambio y evolución.



El llamado es entonces a hacer de todo examen estético un ejercicio ético que se esfuerce en comprender el texto (en este caso la “salsa”) como parte de un contexto complejo, siempre dinámico, heterogéneo e irregular. En este sentido, toda metodología macro-sociológica, antropológica o simplemente especulativa debe apoyarse en el abordaje micro-etnológico, en los estudios detallados de recepción local, en el trabajo de campo. ‘Pensar global y actuar local’ representa hoy en día un imperativo metodológico para la comprensión a fondo de las consecuencias culturales que conlleva la globalización.


Salsa... salsa... “salsa”...

El proceso de desmitificación del género podría hacerse por escalas: De la Salsa (con mayúsculas), a la salsa (en minúsculas), a la “salsa” (entre comillas). Primero, hay que suprimir esa Salsa como sentido puro e independiente de su componente social, es decir, relacional, y de sus respectivas transformaciones. Así nos deslastramos del pseudo-problema de su ‘origen’: La salsa no es sino una reinterpretación contextualizada de diversos componentes musicales que, a su vez, constituyen antiguas reinterpretaciones híbridas, venidas de numerosos aires culturales (moros, europeos, africanos, etc.).

La cuestión del origen unívoco de la salsa es de un misticismo teleológico poco conveniente, como lo puede aseverar cualquier etnomusicólogo. Hablar del Son o de Cuba, de la Bomba o de Borinquen, no significa hablar desde estas realidades en un plano atemporal, significa reinterpretarlas dentro una realidad distinta, en este caso la de los nuyoricans, los exilados cubanos, los quisqueyanos, etc. Qué mejor documento para comprobarlo que aquella melancólica pieza de William Anthony Colón Román (alias Willie Colón) “Volar a Puerto Rico”, en la que esboza desde su Bronx natal, la fantasía de un Borinquen soñado con los colores del imaginario nuyoricano...

Pienso que el nuevo contexto planteado por la globalización y la conciencia planetaria que esto conlleva, no puede sino multiplicar exponencialmente los fenómenos de hibridación cultural, de inter-textualidad y de nuevos flirteos acústico-imaginarios, sin por ello gestar una “reificación icónica” apuntada por U.S.

Segundo, la salsa (reducida ya a minúsculas) debe también (re)pensarse como género y esto nos lleva directamente a la problemática en torno a sus límites. Múltiples son las complicaciones para catalogar genéricamente algo que, por su naturaleza misma de actividad creadora, se mueve constantemente. Piénsese en el caso caleidoscópico del Jazz. En este sentido, es siempre válido sospechar de las grandes y omnímodas etiquetas por la sencilla razón de que limitan la expresión de sus autores. El paralelismo entre el cine de autor y el cine de género pudiera ser ejemplar al respecto. Es por ello que, si bien al césar lo que es del césar, no es menos cierto que la libertad creativa de los individuos depasa ampliamente los límites rígidos de un género, aunque no siempre es así y esto, que yo sepa, nunca le ha molestado a nadie: La salsa enlatada continúa, como continúan el cine de acción, de comedia o de suspenso. Sin embargo, hablar salsa de autor y salsa de género es un recurso a abandonar más temprano que tarde.

La salsa siempre ha sido “salsa”, o salsa entre comillas. Toda la vida ha contado con sus profetas y con sus desmentidores más agudos. Luce más fácil y menos rígido contextualizar el término, pensarlo desde una indexicalidad local. Así, nos pertenece a todos y no le pertenece a nadie. El que yo no pueda soportar la “salsa” de Cali, o la “salsa” de gancho adolescente, no implica que mi versión de “salsa” (romántica, conflictiva, emancipatoria, ‘brava’) sea la única válida. La globalización lo único que ha hecho es poner en la palestra a todas aquellas que se pretenden “salsa”, ni más ni menos. Esto no implica, para evitar todo relativismo radical, firmar un cheque en blanco. Al contrario: Cada versión de “salsa” gana autonomía, carácter y especificidad al ser contrastada con todas las demás. No puede haber idea de lo clásico sin su contrario, como tampoco puede haber una sola versión o experiencia unívoca de un fenómeno tan vasto como lo es la “salsa”.




Replanteando el debate: De lo que la globalización SÍ tiene la culpa.

Creo finalmente que no es allí en donde reside el problema de la globalización que intenta plantear U.S. No se trata de la apropiación comercial de lo popular, o del asalto a los particularismos de una “etnia” (¡quisiera saber cuál es esa “etnia” de la salsa a la que se refiere U.S!). La caricaturización de vocación mercantil existe, eso siempre estuvo claro, pero al dilatarse el mercado, todos y cada uno de los sub-géneros más duros, groseros y conflictivos de la salsa salen a flote. Igualmente, el despliegue tecnológico, propio de la globalización, no ha hecho sino confundir lo ‘añejo’ con lo ‘global’ en dispositivos musicales como el sampler, por ejemplo[10]. La intertextualidad del sampling no es sino un elemento estético de patrones globales y locales a la vez. Internet, MP3, los bancos de datos virtuales prácticamente infinitos, televisión por cable, etc., nunca han ignorado la tradición de la “salsa”, todo lo contrario, la han recreado.

La problemática no es entonces en torno a los contenidos. En ese sentido no es una problemática ideológica, ni mucho menos etnocida. A diferencia del medio ambiente, que adolece de reales y serios problemas en torno a su bio-diversidad, la diversidad e innovación musical nunca han estado más fuera de peligro. La domesticación progresiva de las tecnologías musicales constituye un verdadero semillero de posibilidades para la creación de nuevas tendencias y recreación de las más antiguas tradiciones. Caso ejemplar: Actualmente la gran competencia de la “salsa” no es la música de nuevos intérpretes ni de nuevas caras, ¡es el puñado de viejitos del Buena Vista Social Club! Sólo las mentalidades más reaccionarias verían esto como un simple y puro producto de laboratorio comercial, como un síntoma de pérdida de sentido de la música latina en el “concierto mundial” de la globalización.



El nudo del problema, pienso, está en la paradoja de la globalización que he intentado exponer: La explosión cultural que se da a costa de una implosión económica, concentrando las ganancias, el desarrollo y el bienestar en un conglomerado de capitales transnacionales. Así, la diversidad cultural y su expansión planetaria marcha a la par de una creciente asimetría económica entre los países. Paradoja que degenera en cinismo cuando las grandes potencias de la globalización exigen jugar limpio a sus ‘socios tercermundistas’. Las rondas de la O.M.C, la tutela vigilante del Banco Mundial, los acuerdos multilaterales de libre cambio, no hacen sino perpetuar la paradoja y darle cuerpo jurídico: País que no acepte las desigualdades de la globalización, país sancionado. País sancionado que revire, país que corta sus lazos con la globalización, país condenado al atraso.


La pobreza, la miseria y el hambre, esos hijos del ‘Pablo Pueblo’ de Rubén Blades son los verdaderos enemigos, desubstancializadores de la creatividad y de lo que pasa en las calles del Caribe y el mundo entero. Si bien estas condiciones de marginalidad han sido motivo de expresión de la salsa, el agotamiento por inanición descarta toda inspiración posible. Ley de vida: El hambre da para componer... ¡hasta que te mata! Y, personalmente, dudo que todos los compositores de la salsa sean unos estoicos dispuestos a inmolarse en el fuego purificador de la filantropía. Creo que fue Brecht quien dijo que, antes del teatro, estaba el estómago. Sólo la salud y el bienestar de los pueblos permiten la continuidad de su evolución socio-cultural y, sobre todo, les brinda una mayor facultad creativa frente a los imperativos del beneficio mercantil. Quizá me equivoque y las mejores “salsas”, las más legítimas, se encuentren en los guettos más miserables del continente. Si así fuera el caso, ¿cuánto tiempo podrán sobrevivir sus futuras generaciones? Al ritmo de la implosión económica actual, no creo que mucho.


Dicho esto, nadie puede negar que la salsa, como fenómeno cultural urbano, implica industrialización y estandarización. Desde el simple hecho de su reproducción técnica, la música pasa por su mercantilización sin por ello alienarse o vaciarse de sentido. Malas noticias para U.S: La Salsa mítica y originaria, libre de toda tecnología, valor de cambio y/o circulación multinacional nunca existió. Pero he ahí también el hecho fundamental para toda crítica de la globalización: Todos y cada uno de los países pueden y tienen el derecho de desarrollar una industria musical autónoma que pueda competir con los productos venidos del exterior. Hay que replantear la problemática y llegar al fondo del conflicto: Es la idea de un intercambio justo y la preservación de un mínimo de economías locales lo que está en juego, más no la pérdida o corrupción de la diversidad cultural.

Recursos como las barreras arancelarias, la regulación de cuotas de difusión audiovisual y la creación de instancias públicas de cine, música y televisión ilustran la lucha estratégica entre los productores de los países más modestos (todavía amparados por el modelo del Estado-nación) y los grandes capitales transnacionales (sin país ni compromiso social). No se trata de una lucha entre ideologías ni, en este caso, de salsas bravas de la tradición contra salsas blandas de la globalización. Es la lucha por determinar cómo, cuándo y quiénes obtendrán el mercado de todos, absolutamente todos los tipos de salsas.

***

Pienso que la música latina, bagaje cultural que va mucho más allá de la “salsa”, vive con la globalización una situación muy interesante. Pero si el precio a pagar consiste en la exacerbación de la miseria de sus pueblos a merced de una recolonización económica, tarde o temprano, los grandes núcleos de poder financiero entrarán, ellos mismos, en decadencia. La pérdida de la diversidad, de la innovación y de la creatividad es la peor arma contra toda industria cultural, esto es bien sabido por los estrategas. Más allá de ello, la globalización debe plantearse como proyecto social y económicamente sustentable, he allí el debate que atañe a la música, a la salsa, pero también a todas las esferas de la expresión y evolución cultural del planeta.

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